martes, 23 de abril de 2013

Los tibios en los bancos de plaza


En la ciudad abundan. No corren, como se dice, peligro de extinción. Si acaso no los nota, es falta de costumbre: son tiempos en que todo está subrayado, resaltado, con signos de exclamación y sin espacios; ellos viven en el margen (no al margen), usan sangría para introducirse y puntos suspensivos para darse por entendidos. Sobre todo, se mueven entre líneas y son, a la vez, claros y concisos: valen más sus interrogantes que sus afirmaciones, porque para ellos conocer es más valioso que argumentar.

No piden que escriban por ellos, ni sobre ellos, porque no buscan reconocimiento. (Dudo que lean este texto). Los encontrará en silencio, y sólo si en lugar de hablar, escucha. Sólo si en lugar de llamar la atención, la presta por un momento.


No es una cuestión de temperatura, sino de temperamento. La mayoría de los tibios no sabe cómo juzgar a la gente sin antes ponerse en su lugar. Póngase usted un segundo en lugar de uno de ellos. Escoja uno conocido (si lo tiene) y pínteselo delante. Desde que lo probé no dejo de imaginar lo angustiante de vivir con esa carga a cuestas. Se denomina empatía, y es algo que se sospecha innato en el Hombre. Sólo que algunos de nosotros, que evolucionamos y que sí podemos, lo olvidamos con el tiempo para facilitarnos la muchas veces engorrosa tarea de vivir. El hecho es que ellos no pueden hacerlo, y esas muchas veces deben resultar incómodas. Incluso al acostumbrarse.

A pesar de esa angustia, al probarlo experimenté cierta envidia por los tibios. Pueden sentir el arte, palpar la literatura, incluso el rock y la pornografía de una manera absurda, exagerada, con todo este tema de identificarse, de la empatía. (Dudo un poco de mi envidia al pensarlo nuevamente: debe ser insoportable ir al cine y llorar cada vez que la película es triste y buena, y al dar las luces tener que esperar que la sala se vacíe para poder salir sin que te vean los ojos como platos. Aunque la sensación, lo confieso, me resulte familiar).

Hasta aquí esta nota parece una apología de los tibios movida por el cariño al objeto investigado. Sírvase usted, entonces, algunas críticas objetivas. Tras toda esta sensibilidad, toda esta identificación, se esconde un horror que me aleja del sentimiento anterior: no se nota en ellos el menor atisbo de fidelidad. Esto parece una acusación directa, pero tenemos que decirlo con claridad; no se fanatizan por nada. No idealizan - ni siquiera a nuestros más queridos y nuevos próceres de la reciente maquinaria propagandística -, ni fabulan - con sus vidas de buena ventura - porque, atención, ¡valoran cualquier pavada! Ven en todos un par y en cada quien un singular, y viven el día a día dándole la misma importancia a las cosas pequeñas que a las grandes. Así mueran sin salir de sus barrios o hayan dado vuelta al globo hasta desinflarlo. Y es de esta forma, con esta mísera estrategia, como buscan excusas para tener acuerdos y desacuerdos con todas las partes (porque, mayor atención, también parece que hay más de dos), como si fueran capaces de ver por encima, de leer el trasfondo, de entrar en sintonía. ¡Qué arrogancia: pensar por sí mismos...! Si se pudiera, que sería de los chismes y de los chismosos...

Dudan constantemente, y por todo. Incluso de sus propias opiniones. Esto me parece de un gusto espantoso: una semana las hojas son verdes y a la siguiente marrones. El árbol es el mismo, sí, pero ellos ven el paso del tiempo en cada hoja, como incapaces de la abstracción necesaria para juzgar en conjunto, para meter en la bolsa todas las hojas, limpiar la vereda y poder criticar otra cosa. Son tan poco prácticos que le hacen a uno perder la paciencia. Por supuesto, prefieren las charlas cara a cara que las discusiones en grupo, con la fe de encontrar argumentos válidos y el pretexto (¡macana!) de mirar a los ojos.

En ocasiones, sostener una opinión les resulta todo un desafío, un reto a la vida. Quien va distraído puede confundir esto con un acto de cobardía: en lugar de dar su voz, escuchan a los demás. (Ni siquiera les alcanza para periodistas...). Esto los hace ver influenciables. Por supuesto, cualquier alma con una mínima determinación cree fácil someterlos a sus propias convicciones aumentando el volumen de la voz, o descalificándolos. Pero parecen ser incurables, porque al rato, luego de una ligera reflexión, andarán otra vez especulando sus propias respuestas con la esperanza de encontrar una antes de toparse con una nueva pregunta.

Al pensarlo nuevamente, creo que son ellos quienes deberían sentir envidia de nosotros, los calientes, que sí podemos resolver en cuestión de segundos nuestro lado de la vereda. Que tenemos en claro nuestros pensamientos, nuestra misión, nuestras prioridades y nuestros deseos. Y que estamos unidos por ellos. Protegidos.

Imaginen andar por la vida sólo y preguntandoselo todo. Al andar justificándolo todo, terminamos absolviendolo todo, perdonándolo todo. ¿No es así?
En esta parte sí que no hay dudas: ser tibio parece esconder una gran debilidad. Porque sí hay culpables... Si hay culpas y castigos, es porque hay hechos y actores que los llevan a cabo. Existen, también, los hechos que no se justifican: son los hechos que se condenan. Entonces, hay culpables y hay condenas. Y por supuesto, tiene que haber quien los juzgue. Esa nuestra noción moderna de justicia. Lo que queda... No poder ver esto, o justificar cada caso atendiéndolo puntualmente, es una debilidad. Creo estar segura...

Todo lo anterior se vuelve pequeño si consideramos lo más terrible: no se toman con ninguna responsabilidad el hecho de mencionar su opinión cuando es diferente a la del resto. O de insistir si acaso la mencionan y no prospera. El hecho de ser valientes y defenderla. La mayoría, llegado un punto, prefiere callar. Algunos, los más tibios entre los tibios, creen poder hablarnos con hechos. Creen poder dar el ejemplo. (De nuevo la arrogancia). Como si anduvieramos atentos a sus vidas, como si fueramos a detenernos en sus acciones, a prestar atención a sus comentarios. Los analizamos para una nota en un blog de segunda y se sienten con aires. Con todas las misiones que tenemos por delante, con todo lo que hay que conquistar con nuestros movimientos, ¿vamos a reparar en ellos...?

Con todos los obstáculos que se nos interponen hay que ser caliente para ganar la batalla. Para salir adelante. Para vencer al enemigo. Para que pese más nuestro lado de la vereda.

Para triunfar, es preciso estar caliente y alzar la voz. No hay lugar para los tibios en los combates por la razón. Esta lucha es de los que se pronuncian, de los que toman posición y mantienen su postura.
Esta lucha es de los soldados de hierro, que combaten en el frente, hasta que algún dios o algún rey, de tan calientes los funda para hacer bancos de plaza. Los bancos en que los tibios enseñen a sus hijos que, en cada reflexión, nace un nuevo lado de la vereda.


Almendra Bernal

domingo, 23 de diciembre de 2012

El día en que el hambre enfurezca


Quizá un día las cosas cambien radicalmente, y algunos efectos generen otras causas, impensadas; por ejemplo: que el hambre enfurezca.

Quizá ese día los hambrientos salgan a la calle desorganizados, pero unidos por un conjuro masivo: la desesperación. Como en las películas de los muertos vivos, inundando las ciudades con los brazos hacia adelante y ajenos a otra cosa que no sea alimentarse. Sembrando el miedo en todos nosotros, ignorantes del hambre y de lo que provoca, especialmente a partir de ese día. Los veremos apurados por devorar cualquier cosa comestible y sin importar qué se les cruce por el camino. Ellos, enceguecidos por el hambre y guiados por la ira, acabarán con todo lo que encuentren hasta saciar su apetito y recobrar así la calma.

Pensando en un día diferente, bien vale imaginar que, despertado ya el enojo por el hambre, ese día se comuniquen entre ellos en forma ágil e inteligente, y salgan a la calle por cuenta propia a manifestar el descontento con su hambre delante de los demás. Será el día en que se cansen de no tener para comer, de no poder pensar del hambre que tienen y que siempre tuvieron. De vivir la opulencia de los otros como un insulto, la caridad como una humillación y la indiferencia como la más violenta de las agresiones, peor incluso que las que generan el amor y el odio.
Quizá ese día se indignen y usen un nombre para organizarse, sin importar si el nombre está ocupado por cualquier otro grupo, porque ellos serán más radicales y no pedirán el derecho para usarlo. Tal vez se sirvan de símbolos para identificarse y de estrategias para destacarse, para lograr ser vistos por todo “el mundo” en la televisión. Y al fin partan unidos y llenen las plazas céntricas. Corten caminos transitados y bloqueen el paso de cientos de personas ocupadas en sus vidas preocupadas (usted que lee y yo que escribo). Tomen palos y escudos, y confronten a quienes los enfrenten impidiendo su derecho a manifestar y su libertad de protestar por no considerar justo lo que se considera justo: porque nadie los llamó para opinar al momento en que unos pocos hablaron en nombre de todos: esto que llamamos representación.
Quizá convoquen a los mandatarios y exijan un pacto que los beneficie y un buen trato, presionando con represalias, más movilizaciones, más agudeza en las negociaciones, mayor uso de su número y unión, de su fe y de la valentía que se tiene cuando no hay qué perder.
Tal vez logren su cometido y el Gobierno responda, y para eso se recorten los subsidios al colectivo y a la energía, el fomento al cine, la inversión en la investigación científica, el verdadero apoyo al arte, el presupuesto para la educación y la salud pública; en suma, las cosas que menos parecen importar al Gobierno que parecemos merecer. Hasta aquí, todo esto puede resultarnos familiar. Esperemos que suene demasiado a oídos de los hambrientos y, preocupados por su futuro y a sabiendas que esto les afectará un mañana, cuando prosperen y la mayoría se transforme en pobres, y los más afortunados de ellos en clase media, que aprovechen la fuerza de su unión para corregir el recorte, y cambiarlo por el dinero que se filtra en la corrupción de la clase política, en lujos exóticos de la justicia y en demás idioteces coloridas. Y que la dirigencia gubernamental les tema, como el resto de nosotros, y se paralice. Que el mismo primer mandatario decida cambiar los gravámenes impositivos, racionalizar el uso de la energía dispensada en dobleces innecesarios, suspender las burocracias estandarizadas y ficticias, y que elimine por completo los discursos propagandísticos y el uso indebido del dinero que para esos fines se gasta y desperdicia, todo en favor de la distribución de la riqueza y a favor de los que menos tienen o más necesitan.

Por supuesto que si imaginamos, no podemos ser ingenuos: no se quedarán allí, estos señores. Entendiendo sencilla la labor de presionar, por el número y el carácter, y los grandes resultados obtenidos en un plazo tan corto, serán capaces de lo insospechado: reclamarán lo justo, primero; luego, intentarán vengarse. Pensarán en el tiempo perdido; lo recordarán por sus heridas sin cerrar; actuarán con saña y rencor. Con el ceño fruncido intentarán derrocar el poder actuante e imponer la anarquía reinante en la esfera que rige su mundo; tomarán las fuerzas armadas y entrarán a todos los edificios históricos que comandan nuestra modesta democracia. Y no serán compasivos ni sentirán piedad (si eso espera, usted es un iluso). Serán menos efectivos que perseverantes, pero lentamente, acabarán con todos los que no sufrimos el hambre. Moriremos todos aquellos que no nos hayamos sentido hambrientos al menos una vez, por más que pidamos perdón o nos arrepintamos; por más que juremos y prometamos pasar a ser nosotros los hambrientos a partir de ese día y vivir sometidos a ellos. 
Para sobrevivir no cabrán sorteos ni concursos. No podremos demostrar nuestro talento para sentirnos con hambre bailando ni cantando, ni todo esto se hará en modo de circo romano ni con el formato de los prostíbulos televisivos; ni pensar en que los finalistas puedan tener derecho a vivir entre ellos, ni aun marcados a fuego con hierros calientes. No. Será caótico, desordenado, y demorará mucho tiempo: algunos moriremos después de horas de agonizar, quizás días enteros. Otros se suicidarán. Los que intenten resistir, o esconderse, sabrán que son muchos los hambrientos enfurecidos y sucumbirán, pronto o tarde, por desesperación o indiferencia (nuevamente la indiferencia, ahora en contra).

Tal vez haya exagerado, y no sea tan grande el número de gente con hambre en nuestra tierra como lo que he invitado a usted a imaginar. Tal vez el Gobierno pueda controlarlos, apaciguarlos, y apagar la furia que el hambre despierte en ellos. 

Por fortuna, ni siquiera debemos preocuparnos por esto; todo continuará como está: por un lado, el hambre no enfurece, sino que genera pesadez, falta de ánimo, falta de lucidez, produce hinchazón abdominal, incapacidad respiratoria y, por ende, reduce las capacidades físicas. El hambre debilita las fuerzas, el amor propio, el sentido de humanidad y solidaridad. El hambre en bebés y niños (desnutrición infantil), interfiere en el desarrollo del cerebro y reduce la capacidad intelectual, y genera problemas irreversibles de todo tipo durante la etapa de crecimiento. El hambre en adolescentes y adultos disminuye la capacidad de reacción ya que bloquea las terminaciones nerviosas y la posibilidad de comprender los estímulos de los sentidos. El hambre genera tristeza, quita el sentido a la vida, produce desvalorización de lo que se tiene y de lo que no se tiene, y quien lo padece deja de intentar cambiar su suerte, porque ya nada importa (la peor indiferencia, entre vivir y morir).
No tendremos problemas con los que ya padecen el hambre.

Ahora bien, por otro lado, el sistema político partidario de nuestra era mantiene a los pobres, quienes aún no sienten hambre todos los días, por encima de la franja de la indigencia, los que sí, con planes sociales y demás "soluciones" cortoplacistas para acaparar la empatía de los beneficiados en épocas electorales y envolver con sentimentalismos a la clase media más sensible a las transformaciones sociales (los que en verdad quisieran que cambie la realidad, y ven fuentes de agua a cada 100 metros de arena en este desierto: quizá, usted y yo estemos entre ellos).
Seguro que tampoco tendremos problemas con la gente que fue educada en la facilidad y no en el esfuerzo, con la gente que no sabe cómo conseguir lo que le han encomendado desear, la gente que aún desea porque todavía no cruzó la franja que los separa de la gente que ya no puede desear nada.
Ellos sí son un gran número y se ocupan de ellos mismos, ya que todavía pueden (para imaginarlos basta sólo encender la televisión y encontrar un canal con los intereses requeridos como para mostrarlos). Ellos sí hacen ruido, pero todavía quedan tropas para reprimirlos, bombas de humo para sosegarlos, fondos públicos para domesticarlos, excusas para postergarlos y la comodidad de la distancia para enjuiciarlos.

Sólo deberíamos preocuparnos cuando ya no alcance todo esto para todos ellos... Aunque quizá, ese momento ya llegó.

Almendra Bernal